La batalla por desplazar a los combustibles fósiles se está ganando. Sin embargo, ganar la batalla no significa haber asegurado la paz.
Durante décadas, hemos estado soñando con un mundo en el que las energías limpias y renovables fueran la norma, no la excepción. Hoy, ese anhelo empieza a materializarse. Paneles solares cubren techos urbanos y rurales, aerogeneradores marinos giran con eficiencia en costas de todo el planeta, y tecnologías como el almacenamiento energético y el hidrógeno verde han dejado de ser promesas para convertirse en protagonistas. La batalla por desplazar a los combustibles fósiles se está ganando. Sin embargo, ganar la batalla no significa haber asegurado la paz.
En este hipotético nuevo escenario del futuro a mediano plazo, en el que las fuentes limpias han alcanzado el liderazgo energético global, el reto ya no es solo producir energía limpia, sino garantizar que sea suficiente, segura, continua, de calidad y asequible para todos. Esto implica una segunda gran transformación: la consolidación de un ecosistema energético confiable, resiliente y justo.
La integración masiva de renovables exige una red eléctrica flexible, inteligente y robusta. No basta con producir energía limpia; hay que poder distribuirla con eficiencia, almacenarla adecuadamente y gestionarla con inteligencia para responder a una demanda cada vez más volátil. La digitalización, la automatización y la inteligencia artificial jugarán un papel fundamental en este proceso, así como una nueva arquitectura de redes que privilegie la descentralización, la generación distribuida y la participación activa de los usuarios.
Además, debemos preparar desde hoy a los profesionales y líderes del sector con una visión integral y sistémica. La transición no es únicamente técnica, también es social, económica y política. Se requieren ingenieros que entiendan de sostenibilidad, economistas que dominen la regulación energética, y tomadores de decisiones que sepan interpretar la ciencia del clima. Las universidades y centros de formación deben romper las barreras disciplinares y formar generaciones con pensamiento crítico, capacidad de colaboración y una profunda conciencia ética.
La planeación energética también deberá ser más inclusiva. El futuro energético no puede construirse sin considerar la diversidad de contextos sociales, geográficos y económicos del mundo. El acceso universal a la energía sigue siendo una deuda pendiente, y el nuevo sistema energético debe garantizar que ningún rincón del planeta quede fuera del progreso.
Por último, es imprescindible generar marcos regulatorios estables, modernos y adaptables. Los gobiernos tienen la responsabilidad, y también la obligación, de crear condiciones que incentiven la innovación, fomenten la inversión responsable y protejan a los consumidores. La transición no se dará por inercia, hay que sostenerla con visión de largo plazo, compromiso político y participación ciudadana.
Imaginemos, entonces, un futuro cercano donde la energía que nos mueve es limpia, confiable y al alcance de todos. Pero no nos quedemos solo en la imaginación. Para consolidar ese futuro, debemos actuar hoy con responsabilidad, audacia y cooperación global. Porque la victoria de las energías limpias no es el final del camino, sino el comienzo de una nueva era que debemos construir con inteligencia, integridad y justicia.