Han sido dos años y medio de locura en los mercados energéticos. Desde la pandemia y los precios negativos por barril de petróleo en abril de 2020 por falta de demanda, a precios exorbitantes en 2022 por la invasión a Ucrania y la amenaza de un invierno sin calefacción en Europa. Hoy es difícil saber qué sucederá a corto plazo con estos mercados —tanto el petróleo como del gas natural— ya que las señales de los mismos parecen contradecirse mientras las grandes tendencias globales indican que en el futuro los combustibles fósiles serán menos relevantes.
En el mercado internacional del petróleo, como lo reportó el Financial Times ayer, parece haber una contradicción. Diversos analistas energéticos y las compañías petroleras prevén que los precios sigan altos. Esta conclusión viene de un análisis geopolítico donde el poder de mercado está pasando de EU y su industria de shale a la OPEP, principalmente a Arabia Saudita, EAU y Rusia. Este análisis parte del supuesto que durante los últimos años el shale estadounidense ha mantenido los precios internacionales artificialmente bajos —por los intereses cercanos a cero— limitando la capacidad del cartel petrolero de subir los precios al apretar la oferta. Pero un cambio en la estrategia de los productores americanos, que hoy prefieren regresar dinero a los accionistas, limitaría su voluntad de inundar al mercado hacia adelante y, por ende, la OPEP podría mantener el precio en niveles altos a mediano plazo.
Sin embargo, los precios de los mercados parecen predecir lo contrario. Los precios de los futuros —el precio de los contratos para entrega de un barril de petróleo en una fecha futura predeterminada— indican que los petroprecios podrían caer. Hoy un barril de petróleo Brent en el mercado spot cotiza en 93.45 USD, a entregar en noviembre de este año en 90.27 y en diciembre de 2026 en 69 USD, lo que indicaría una caída de casi 25% en cuatro años.
Esto pareciera seguir el comportamiento cíclico —de subidas y caídas estrepitosas— del precio del barril, pero también podría ser el reflejo de tendencias de más largo plazo. No es secreto que la industria automotriz está migrando hacia la electrificación tanto por incentivos de gobiernos, como compromisos de armadoras y demanda de consumidores. A qué velocidad se logre depende de muchas cosas, pero es indudable que vamos en esa dirección, lo que a la larga reducirá la demanda de gasolinas y por ende de petróleo.
Para México el precio del barril ha sido y seguirá siendo una de las variables macroeconómicas clave sobre las cuales se construyen la política fiscal y monetaria. Aunque históricamente nos ha convenido un precio elevado, ya no es el caso pues ya no somos un país petrolero. La producción está estancada en alrededor de 1.7 millones de barriles y no se van a cumplir las promesas del presidente de regresar a 2.4 millones. Y aunque volviera ya no obtendremos las divisas de exportarlo. Ayer el presidente dobló su apuesta por la autarquía energética anunciando el cierre de Pemex Internacional.
Por si fuera poco, un aumento pondría aún más presión sobre las finanzas públicas. Este gobierno, obsesionado por su popularidad, decidió regresar a subsidiar la gasolina, lo que nos ha costado más de 300 mil millones de pesos este año. Aunque el presupuesto para 2023 es drásticamente menor, el gasto final dependerá de cuánto haya que subsidiar.
Ojalá por el bien de nuestras finanzas públicas que las señales de los futuros estén en lo correcto y, hacia adelante, empiecen a bajar los petroprecios.